La Política Ambiental La Política Ambiental

Discurso de odio, democracia, progresismo y ambientalismo

ACTUALIDAD 04/01/2023 Manuel Fontenla
manu

Antes que nada, lector, lectora, sepa lo siguiente. Si usted cree que criticar al progresismo, el oficialismo o al Frente de Todos es “hacerle el juego a la derecha”, abandone inmediatamente esta nota; aquí, no hay nada para usted. Por el contrario, si usted cree que la mirada crítica puede, más que alimentar grietas y dicotomías, acercar posiciones, diferenciar sin enfrentar, construir y colaborar, entonces, si y solo si, avance en esta lectura.

Este año que finalizó tuvo como uno de sus hechos más trascendentales para la vida política del país el atentado contra la vida de la actual vicepresidenta Cristina Fernández, el 1 de septiembre. Este hecho tuvo un complejo y diverso universo discursivo de análisis para ser pensado. Sin ánimos de una visión totalizadora, diría no obstante que fue leído mayoritariamente bajo la rúbrica de “los discursos de odio”. Éste fue el tropo por excelencia y, detrás de él, la idea de “ataque a la democracia”. El intento de esta reflexión es tratar de echar otras luces y algunos interrogantes sobre estas construcciones.

II.

Desde una definición inicial, de las muchas que se pueden encontrar en diccionarios virtuales o no, un Discurso de Odio es «cualquier tipo de discurso pronunciado en la esfera pública que procure promover, incitar o legitimar la discriminación, la deshumanización y o la violencia hacia una persona en función de su pertenencia a un grupo religioso, étnico, racial, político, de género o cualquier otra identidad social”.

Esta definición fue dada por Ezequiel Ipar, director del Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos de la Universidad Nacional de San Martín. También señaló, a partir de sus investigaciones, que «el primer rango» como «objeto» de discurso de odio son los políticos, a quienes se suman también los delincuentes, los sindicalistas, los periodistas, los «negros, villeros y planeros y quienes usan el lenguaje inclusivo”. Atendiendo a esta definición, tiene pleno sentido que los discursos de odio hayan sido el prisma favorito para leer el ataque a Cristina (máxima referencia del rol “político”).

Otros investigadores afirman también que una de las primeras funciones de los discursos de odio es que “señalan un otro, un enemigo necesario dentro de la sociedad que hay que eliminar”.

En estas dos líneas se ha hablado y analizado mucho el tema. La relevancia del uso de las redes sociales, el rol de los grandes medios de comunicación, la importancia del análisis en clave de género, ya que las mujeres son “objeto” de la violencia de los discursos de odio en un número muchísimo mayor que los hombres.

Pero más allá de todas las variables y complejidades, el discurso mediático, porteño-nacionalista, el del mainstream televisivo y las declaraciones de funcionarios, ministros y presidentes, el discurso de lxs “grandes” editorialistas ha tendido a asociar a los discursos de odio con las llamadas “nuevas derechas”. Los discursos antisemitas, neonazis, racistas, homo y transfóbicos. Discursos contra “los negros”, los pobres, los indios, etc. En estas líneas se instaló, a fuerza de repetición, la asociación entre discurso de odio, derecha, antipolítica y ataque a la democracia. De esta manera, pareciera ser que el progresismo y sus referentes políticos, mediáticos e intelectuales son ajenos a la práctica, producción y difusión de estos discursos de odio, los cuales serían propiedad exclusiva de la derecha política y de los usuarios de redes antipolíticas. Por silogismo también el progresismo sería el defensor por excelencia de la democracia frente a estos discursos.

Con algo de esta simplificación podríamos acordar a grandes rasgos y confesar que sería difícil encontrar un registro de archivo donde Cristina, Máximo, Axel o cualquiera de los referentes políticos y mediáticos del Frente de Todos aparezca pronunciándose públicamente contra una minoría vulnerable; no obstante, tal vez haya otro rasgo en sus discursos, otra modalidad que los configure a sí mismos, como discursos de odio y que nos permita realizarnos dos preguntarnos: ¿existen discursos de odio en el Frente de Todos? Y en caso afirmativo: ¿Cómo afectan a la democracia?

III.

A lo largo del año no he encontrado algún análisis que vincule los discursos de odio con la identidad social de “los ambientalistas”. De manera intuitiva, sería difícil, al repasar una lista de las minorías, colectivos o estereotipos contra los cuales han proliferado los discursos de odio en el país, que alguien mencione a los ambientalistas entre los 3 primeros.

Daniel Feierstein -doctor en ciencias sociales-, argumenta que los discursos de odio “se montan sobre la estigmatización”, y por tanto, “es necesario desarticular los estereotipos, estas formas básicas que ordenan el mundo”. Esta mirada, al igual que las anteriores, acentúa el contenido de los discursos de odio, su direccionalidad, la comunidad o sujeto sobre el cual vuelcan su odio. Pero Feierstein también señala que los discursos de odio se constituyen sobre “los modos en que accedemos a la realidad”. Este sentido podría llevarnos a poner el foco no tanto en el contenido del discurso de odio, sino en su forma, en su modalidad o lógica. Y aquí es donde quiero detenerme.

¿Qué pasa cuando el discurso de odio tiene como objetivo negar una parte de la realidad más que una identidad? ¿Qué pasa cuando lo que se niega y ataca es una vivencia y experiencia que no pertenece a una identidad, minoría o comunidad específica, sino que es transversal a múltiples identidades, territorios y comunidades?

Cuando los discursos de odio atacan, por ejemplo, a las identidades sexuales no solo estigmatizan y violentan sus identidades, sino también intentan negar su propia existencia. La lógica va desde lo existente a lo inexistente. Reconocer lo diferente, atacarlo como una “anomalía”, un “error”, una “desviación”, que no debería (no debe) existir.

Mi hipótesis es que el progresismo construye una particular manera de los discursos de odio, que funciona de manera diferente. No parte del reconocimiento de una existencia, para luego “odiarla”, sino que propone la negación de la existencia misma de aquello que se quiere estigmatizar.

El discurso de odio del progresismo no tiene la modalidad de la discriminación, del insulto, del ataque explícito y la violencia. No descalifica por etnia, por identidad sexual o por clase social. Su modalidad es la de la “negación de la realidad del otro”. Es un discurso que, desde un lugar de enorme poder, niega la existencia de una realidad social. Específicamente, la realidad que produce el extractivismo en todas sus variantes: agrotóxica, megaminera, del fracking, etc.

Para el progresismo no hay lugar en su comprensión de la realidad para hechos sociales como la represión a ambientalistas, la persecución a campesinos e indígenas, la idea de un “partido judicial” cómplice de la violencia empresarial, las policías al servicio de las empresas privadas, los docentes, periodistas, comunicadores, fotógrafos, etc. perseguidos y hostigados. En el discurso progresista, en “#LaRealidad” (el slogan con que se promociona el canal de noticias C5N), no hay lugar para otras realidades. Solo existe “La” realidad. No hay lugar para otras experiencias, vivencias y verdades; especialmente aquellas que hablan de nuestros sufrimientos, de nuestros pedidos de justicia, de las violencias a nuestros territorios cotidianos.

El problema es de lógica más que de identidades. De forma más que de contenido. El progresismo no elabora un estereotipo sobre “los ambientalistas”. No ataca su identidad social. Su manera de “odiar” es negar categóricamente que aquello que define a “los ambientalistas” existe. En el discurso de odio progresista no existe la contaminación, no existen los territorios sacrificados, no existe la pobreza y la desigualdad que produce la megaminería de oro y litio, no existe la destrucción de ecosistemas, no existen las muertes por glisofato, ni la extranjerización de la tierra, no existen las Madres de Ituzaingó, y no existen los pueblos fumigados, y no existe el pueblo contaminado de Jachal, ni las comunidades ribereñas expulsadas, ni los pueblos qom, mapuche y kollas expulsados de sus territorios.

Ejemplos de esto han abundado a lo largo del año. El editorial de José Natanson, en C5N, bajo el título “Ambientalismo bobo” es una gran muestra del discurso de odio progresista. Para Natanson, quienes vemos la realidad desde la urgencia del prisma ambiental, no somos bobos por tontos, por falta de argumentos. Somos bobos, porque lo que decimos no existe. El de Natanson no es el “anda payá bobo” de Messi, el de la sorna popular y desafiante. No. Es el “bobo” del negacionismo intelectual, de aquel que no conoce el sufrimiento de los territorios arrasados y sacrificados.

La negación de ese dolor, la negación de ese sufrimiento es un discurso de odio brutal. Es el mismo que explicitó Grabois en su tremendo tropiezo en la charla con Grobocopatel en Córdoba. Porque ahí, sin saberlo, Grabois estaba frente a una de las tantas víctimas del agronegocio, estaba frente a un joven profesor que le puso voz y cuerpo presente a las muertes que producen los grobocopatel. Ese mismo que Grabois tenía al lado y con el cual estaba dispuesto a besarse en una lógica de medios/fines que beneficiara a sus defendidos. Y justo ahí está el problema. Que Grabois jamás se autopercibiría como un pronunciador de discursos de odio, y mucho menos en esa situación. Pero ésa es su ceguera progresista. Ésa es la realidad que niegan ontológica, política y afectivamente.

Negar el dolor ajeno, banalizarlo, tratar las muertes que produce el extractivismo como algo “bobo”, como algo capaz de ser pensado en una ecuación matemática de costo/beneficio, eso es un nivel de odio insoportable para una vida colectiva en democracia. Es insostenible para cualquier partido, movimiento, referente, intelectual o gran personalidad política.

Como el mismo Feierstein lo señala: “El discurso de odio no se desarma porque digamos que está mal, sino que se soluciona si resolvemos las frustraciones y sufrimientos de nuestro pueblo”. Por lo tanto, mientras el discurso del progresismo niegue categóricamente el sufrimiento de los pueblos que padecen el extractivismo, lejos de poder combatir los discursos de odio en favor de la democracia, más bien seguirá multiplicándolos.

IV.

En 2005, el reconocido filosofo político Jacques Ranciere publicó un libro altamente recomendable para los días de hoy cuyo título fue: “El odio a la democracia”. Allí analizaba detalladamente distintas crisis de la democracia para despejar falsos problemas, como el de la oposición democracia formal-real, o representación-participación. Para Ranciere, el mayor enemigo de la democracia es ella misma, su desmesura actual, la forma que la convivencia y el vivir en democracia se ha tornado natural.

En uno de sus tantos párrafos, señala que vivir en “un funcionamiento estatal y gubernamental ‘democrático’ significa: “elegidos eternos que acumulan o alternan funciones municipales, regionales, legislativas o ministeriales y que tienen amarrada a la población por un lazo fundamental, el de la representación de los intereses locales; gobiernos que hacen las leyes ellos mismos, representantes del pueblo masivamente surgidos de una escuela de administración; ministros reubicados en empresas públicas o privadas; partidos financiados por el fraude en los mercados públicos, hombres de negocios que invierten sumas colosales a fin de obtener un mandato electoral; jefes de imperios mediáticos privados que utilizan sus funciones públicas para apoderarse de los medios de comunicación (o viceversa)”.

En síntesis, sea cual sea el tipo de democracia histórica que analicemos de los últimos años, la constante es una y solo una: “el acaparamiento de la cosa pública” a través de una sólida alianza de la cual el Estado es uno de los eslabones fundamentales, junto al otro, que son los poderes económicos.

En otras palabras, el odio a la democracia se alimenta de la pérdida de lo común, de su total acaparamiento. Y si hay un sistema por excelencia en nuestra actualidad del acaparamiento de lo común es el extractivismo. El extractivismo se ha convertido en una vía democrática para el acaparamiento de lo común. Y no de cualquier “común”, sino del común más sagrado y valioso: el agua, la tierra, el bosque, el mar, el alimento, el aire.

Para finalizar, entonces, el progresismo necesita, sí o sí, un discurso de odio que niegue ontológicamente la realidad del extractivismo, su existencia material, territorial, sacrificial; allí radica su única (aunque contradictoria e insostenible) posibilidad de seguir afirmándose como el gobierno de la democracia.

Por: Manuel Fontenla Licenciado en Filosofía y Dr. en Estudios Sociales de América Latina (CEA-CONICET)
Fuente: El Ancasti

Te puede interesar

Lo más visto

Suscribite a La Política Ambiental

Suscríbete a La Política Ambiental para recibir periódicamente las novedades en tu email