

El Gobierno argentino ha puesto en marcha un controvertido plan para privatizar Agua y Saneamientos Argentinos (AySA) en marzo de 2025, generando un intenso debate sobre el futuro del acceso al agua potable en el país. Con pérdidas acumuladas de $70,000 millones en 2024, la decisión se presenta como una solución a la crisis financiera de la empresa, pero plantea serias dudas sobre la efectividad y la ética de ceder un recurso esencial a intereses privados.
La privatización del agua no es un tema nuevo en Argentina. En los años 90, el país experimentó un proceso similar que dejó consecuencias negativas a largo plazo. Durante esa época, la gestión privada llevó a un incremento desmedido en las tarifas, la reducción de inversiones en infraestructura y una notable disminución en la calidad del servicio. La insatisfacción generalizada culminó en la reestatización de AySA, subrayando que tratar el agua como una mercancía puede resultar perjudicial para la población.
Hoy, el Gobierno contempla dos opciones para la privatización: realizar una licitación pública o cotizar AySA en la Bolsa. Ambas alternativas permiten que el mercado financiero determine el valor de la empresa, lo que plantea un grave riesgo: el acceso al agua potable podría quedar supeditado a la lógica del lucro y no a la necesidad social. En un contexto donde el costo del agua ya ha aumentado más del 200% en lo que va del año, la privatización podría intensificar esta tendencia, convirtiendo un bien esencial en un lujo para muchos.
Además, la falta de transparencia en el proceso es preocupante. Las inversiones de AySA han sido calificadas como "caja negra", lo que sugiere una gestión opaca y potencialmente corrupta. Sin una supervisión adecuada, el riesgo de que las decisiones se tomen en función del beneficio económico y no del interés público es elevado. Esta situación pone en jaque la idea de que el agua es un derecho humano, y no un producto destinado a la especulación financiera.
Desde el ámbito sindical y la sociedad civil, hay una creciente resistencia a la privatización. Los trabajadores de AySA han expresado su preocupación por la posible pérdida de empleos y la degradación de las condiciones laborales bajo un nuevo propietario. Además, los usuarios temen que la calidad del servicio se vea comprometida y que el acceso al agua se convierta en un privilegio en lugar de un derecho universal.
La privatización de AySA también tiene implicaciones profundas en términos de equidad social. En un país donde ya existe una marcada desigualdad, permitir que empresas privadas controlen un recurso vital podría exacerbar aún más las brechas entre diferentes sectores de la población. Aquellos que no puedan costear tarifas elevadas podrían enfrentarse a la falta de acceso al agua potable, un escenario inaceptable en un contexto democrático.
La historia reciente muestra que el modelo de privatización del agua ha fracasado en diversas partes del mundo, llevando a protestas masivas y conflictos sociales. La experiencia de Argentina en los años 90 debe servir como un recordatorio de los riesgos involucrados en este tipo de decisiones.
La gestión del agua potable debe ser pública, garantizando su acceso equitativo y sostenible para toda la población. En lugar de seguir el camino de la privatización, es crucial que el Gobierno invierta en la mejora de la infraestructura y en la gestión pública, para que el agua siga siendo un bien común y no un recurso destinado al lucro.
El futuro del agua potable en Argentina es un tema que exige un debate profundo y crítico. La sociedad debe permanecer alerta y exigir un manejo responsable y transparente de un recurso tan vital.


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