A 40 años del único accidente nuclear de la Argentina: la tragedia del hombre que recibió una dosis letal de radiación
El 23 de septiembre de 1983, en el Centro Atómico Constituyentes, Osvaldo Rogulich manipulaba el núcleo de un reactor nuclear. Una falla en el procedimiento le provocó la exposición a rayos gamma y neutrones. La irremediable muerte le llegó dos días después. El informe de la Comisión de Regulación Nuclear de los Estados Unidos sobre las causas del siniestro. Y la palabra de su hija: “Hubo una situación de descuido de la institución”
ACTUALIDAD23/09/2023 Hugo MartinHacía 14 años que Osvaldo Rogulich trabajaba en el Centro Atómico Constituyentes. El 23 de septiembre de 1983, a las 16.10, se acercó munido de guantes al recipiente que guardaba el núcleo del RA-2 (Reactor Argentino 2) para modificar su configuración. Era un procedimiento de rutina. Algo que había hecho cientos de veces. Pero en esa oportunidad, algo falló. Un destello de luz que duró milisegundos fue suficiente. Osvaldo supo que iba a morir. Los efectos de la radiación fueron letales: sobrevivió apenas dos días. El 25 de septiembre, a las 16.14, su vida se apagó. Tenía 49 años. Fue la primera víctima por un accidente nuclear en Argentina y América Latina. La única.
Eran los últimos estertores de la dictadura militar: Diecisiete días después, Raúl Alfonsín ganaba las elecciones. A cargo de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) todavía estaba el vicealmirante Carlos Castro Madero. El caso fue manejado con absoluto hermetismo en la Argentina. A cargo de la investigación pusieron a un prestigioso científico nacido en nuestro país: Dan Benjamín Beninson, experto internacional en energía atómica. Y lo catalogaron como de grado 4 en la Escala Internacional de Accidentes Nucleares. Esto implica que la radiación no impactó sobre los habitantes de Villa Maipú, la localidad del partido de San Martín que rodeaba al edificio ubicado sobre la avenida General Paz. Por supuesto, jamás se enteraron hasta muchos años después.
En ese momento la censura aún era fuerte y en nuestro país no se publicó ni una línea del accidente nuclear, pero de todas maneras, la información fue suministrada por la CNEA a la Comisión de Regulación Nuclear de los Estados Unidos: el uranio que se utilizaba en los reactores se importaba de aquel país. Y enseguida, el 1 de octubre, fue difundida por el Washington Post en un artículo firmado por el periodista Milton Benjamin bajo el título “Muere un operario en un accidente en un reactor de investigación atómica argentino”. Allí, se indicaba que “El pequeño reactor, en Buenos Aires, sufrió un accidente de ‘criticidad rápida’, en el que en una milésima de segundo comenzó el tipo de reacción de fisión que se produce al comienzo de una explosión nuclear. Pero la reacción sólo generó la fuerza explosiva de unos 2 kilos de TNT antes de apagarse. Dado que un reactor atómico no está diseñado para mantener una reacción en cadena como en una bomba nuclear, se creía que no había peligro de que se produjera una gran explosión nuclear.”
Pero Benjamin también advertía la magnitud de la radiación que había recibido Regulich: “Las fuentes afirman que el operador del reactor sufrió una dosis de radiación masiva de una escala similar a la experimentada por las víctimas de Hiroshima y que murió dos días después del accidente. Se dice que fue la primera persona que murió por radiación como consecuencia de un accidente nuclear civil”.
Seis días después de la publicación del artículo, la Comisión de Regulación Nuclear de los Estados Unidos redactó un informe preliminar. Y ocho meses más tarde, exactamente el 25 de mayo de 1984, lo completó con la información adicional que le envió la Comisión de Energía Atómica de la Argentina. Según concluyeron, el accidente tuvo la siguiente secuencia:
“En la tarde del viernes 23 de septiembre de 1983 se había programado una modificación de la configuración del núcleo para realizar un experimento con la técnica de fuente pulsada... El procedimiento operativo requiere la retirada completa del moderador (Nota: agua desmineralizada). Sin embargo, esto sólo se hizo parcialmente. Poco después, cuando las operaciones de intercambio se estaban llevando a cabo, hubo una excursión de criticidad… El operador, que era la única persona presente en el confinamiento, resultó fatalmente expuesto; otras personas que se encontraban en la sala de control y otros locales adyacentes estuvieron expuestas, pero en un grado mucho menor”.
En el informe se señala que la Comisión que nombró la CNEA concluyó que las causas fueron:
(a) No se retiró completamente el moderador del núcleo antes de modificar la configuración del mismo.
(b) Dos elementos combustibles, que deberían haber sido retirados, quedaron dentro del reactor en contacto con el reflector de grafito.
(c) Se realizaron secuencias para cambiar las posiciones de los elementos combustibles; esto disminuyó la sub criticidad del sistema
(d) Se insertaron dos elementos combustibles de 15 placas sin las correspondientes placas de control de cadmio. Se comprobó que el segundo elemento combustible sólo estaba parcialmente insertado, por lo que se considera que su inserción causó el accidente.
(e) Todas las operaciones se realizaron sin la concurrencia o presencia de un responsable de seguridad o del supervisor de operaciones.
Un ex empleado de seguridad que trabajaba en el Centro Atómico Constituyentes en aquel momento -y habló con Infobae a cambio de preservar su identidad- explicó con más claridad el significado de esas conclusiones: “Cuando se refiere al moderador habla del agua, que facilitó la masa crítica. Que ‘no se retiró completamente’ quiere decir que quedó agua y con ello un riesgo potencial que no fue evitado. El segundo punto indica que había que retirar los elementos combustibles, para bajar la criticidad. En cuanto a la mención a las placas de cadmio, se debe a que éste absorbe los neutrones e inhibe su reacción en cadena. Y por último, si hubiera contado con un supervisor de operaciones nucleares que eventualmente hubiera evitado los desvíos del procedimiento que causó el accidente”.
El hombre, que en 1983 tenía 34 años, conocía a Rogulich: “Como cualquiera, tenía su propia personalidad. Era bastante callado y meticuloso, de buen prestigio técnico. Pero, de todas formas, era una capacidad técnica limitada, porque todo lo que hacíamos estaba amparado por los protocolos de seguridad que tenía la CNEA, nadie inventaba nada, sino que se debían seguir las normas de seguridad”.
También detalla cómo era el lugar donde se produjo el siniestro, y para qué servía: “En el Centro Atómico Constituyentes había y sigue habiendo una cantidad de laboratorios e instalaciones que trabajan, muchos de ellos, con materiales radioactivos. En la parte más controlada, estaban dos reactores de baja potencia. Uno era el RA-1 (Reactor Argentino 1), que se usaba para fabricar radioisótopos, básicamente para medicina nuclear. El RA-2, donde sucedió el accidente, era más bien de investigación. Ambos reactores de muy baja potencia y riesgos igualmente bajos. El RA-2 estaba en una habitación que sería como un cuarto chico, como de cinco por cinco metros aproximadamente. Lo que principalmente se hacía en él era estudiar configuraciones de núcleos para investigación. El núcleo está formado por un conjunto de los llamados Elementos combustibles, que son cajas de 10 centímetros de ancho por aproximadamente 70 centímetros de largo. Conforman una especie de estuche de circonio, muy sofisticado, que permite albergar el uranio, un elemento químico “pesado” y en cantidades muy bajas, dado que la finalidad no es como en los reactores de potencia, generar energía eléctrica, sino generar un flujo de irradiación. Esto reclama un manipuleo de bajo riesgo y cuidados básicos, especialmente teniendo en cuenta que las cantidades en uso tienen que ser administradas en forma adecuada para que no hagan ‘masa crítica’, en la que el átomo, si se fracciona fuera de control, provoca una reacción en cadena de liberación de energía a una velocidad extraordinaria. Por un marcado descuido del procedimiento, eso fue precisamente lo que sucedió”.
El informe del organismo estadounidense continúa con el detalle del estallido: “La evolución de la potencia y la magnitud de la energía liberada están aún en fase de investigación. No obstante, se estima que la excursión fue de unos 10 megajulios, lo que equivale aproximadamente a 3X 10-17 fisiones, que se produjeron durante unas decenas de milisegundos. (Nota: una bomba nuclear equivale, en promedio, a unos 77 millones de megajulios) Además, la comisión ad hoc detectó deficiencias en la instalación y procedimientos operativos, así como en la forma en que se obtuvo la aprobación y la supervisión de los experimentos. Dado que el reactor había funcionado durante tantos años sin incidentes, se había fomentado una excesiva confianza en las operaciones menores. Además otras necesidades más urgentes del programa nuclear tenían prioridad”.
Osvaldo Rogulich se encontraba a centímetros. Él recibió la puñalada mortal de la radiación. El informe explica las consecuencias en forma descarnada: “El operador recibió una dosis letal absorbida de unos 2.000 rads de radiación gamma y 1.700 rads de neutrones, lo que impidió cualquier medida terapéutica eficaz. La cantidad de P-32 (resultante de la activación del azufre) encontrada en las muestras de vello corporal y en la ropa de lana del operador, así como en las muestras de sangre de la víctima, demostraron que la exposición había sido muy poco homogénea; las dosis recibidas en la parte superior derecha del cuerpo eran superiores a las del resto del cuerpo”. Hay que considerar que una radiografía provoca una radiación de 0,05 rad. Pero estar expuesto a 100 rads ya produce serios desórdenes en el organismo. Rogulich recibió 20 veces esa cantidad.
Aproximadamente 25 minutos después del accidente, Rogulich mostró signos y síntomas de exposición aguda en todo el cuerpo, con vómitos, dolor de cabeza y diarrea. Su estado empeoró al día siguiente, cuando sufrió trastornos gastrointestinales. Ya en la fase terminal, en las primeras horas del 25 de septiembre, tuvo alteraciones neurológicas y respiratorios (radio pneumonitis en el pulmón derecho) y edemas en la mano y el antebrazo derecho. Su muerte se produjo a las 16.45 horas del mismo día.
Además de Rogulich, hubo otras 17 personas afectadas por la radiación, aunque en dosis no letales. Dos de ellas, que se encontraban en la sala de control en el momento del accidente, recibieron 15 rads de neutrones y 20 de rayos gamma. Un año después del evento continuaban con evaluación médica, pero sin mostrar síntomas. Cinco tuvieron dosis que oscilaron entre los 4 y los 8 rads de neutrones y entre 7 a 10 de rayos gamma. Una se expuso a un número no especificado de neutrones y 0,4 de rayos gamma. Y las restantes 9 a dosis inferiores a 1 rad en ambos casos.
El recuerdo de un padre
Marcela Rogulich es la hija de Osvaldo. Cuenta que su abuelo era un inmigrante croata que conoció a su abuela, de familia italiana, y se afincaron en Avellaneda, donde nació su papá. Osvaldo se recibió de técnico electromecánico, y eso lo calificó para trabajar en la CNEA. Su madre, Haydeé, falleció en el 2015. Como su padre, Marcela trabajó unos años en la Comisión de Energía Atómica. Se fue cuando tuvo a su tercer hijo. Hoy se dedica a la enseñanza de cerámica. Tiene dos hermanas (“una diez años menor y otra un poquito mayor”) que no quieren tener ningún tipo de exposición sobre el tema. Y vive en el mismo barrio San José de Temperley donde lo hacía junto a su papá, a tres cuadras de la casa que éste construyó con sus propias manos.
Se sorprendió con la llamada de Infobae. Y recién ahí cayó en la cuenta que se cumplían 40 años del accidente. “Yo era chica, tenía 19 años. Fue una cosa muy sorpresiva, repentina. Nos causó una gran confusión porque nos tuvimos que rearmar de golpe. Y entender. Con el tiempo fui perdonando, porque hubo una situación de descuido de la institución, de cómo se llevaba adelante el trabajo. Cuando trabajas, siempre estás en riesgo, porque no todo el tiempo se cuidan los los protocolos de seguridad, ni se tiene en cuenta la tarea de los empleados”.
El recuerdo de su padre jamás fue empañado por el suceso del accidente nuclear: “Recuerdo que nos llevaba de vacaciones en carpa, íbamoss al campo, a Mar del Tuyú, o a Gesell. Y nos enseñó música clásica, nos llevaba con él al Colón. Amaba la música. Y el tenis, que jugaba en el Country Club de Banfield. A lo mejor no hablaba mucho, ni era muy sentimental, pero compartimos esas cosas. Es la herencia que nos dejó. Y ahora heredaron sus nietos, hay un músico, una directora de coro y un fotógrafo, porque él también fue fotógrafo de joven”.
Lo que sucedió aquel 23 de septiembre es algo que regresa cada tanto a su vida. “Fue un tipo trabajador, súper responsable, que siempre respondió a los intereses de la Comisión de Energía Atómica. Le gustaba su trabajo, lo que hacía. Se dijo mucho que podría haber sido un error suyo, claro. Y puede haber sido un error humano, pero fue como un conjunto de cosas que se fueron sumando, aceptando, haciéndose costumbre, y al final terminó mal. Es como cuando vos trabajas y le pones un libro abajo a la pata del escritorio porque se mueve. Un día el libro se sale y te caíste, pero estabas acostumbrado a que eso funcionaba así. Lo que más tuve que trabajar fue esa cuestión precisamente, que un tipo tan responsable, tan preocupado por no cometer errores y por enseñarnos a no cometer errores, a hacer las cosas bien, terminara sus días por un error y no desde él, sino desde todo el entorno”
Luego del accidente nuclear, a Osvaldo lo internaron en el Policlínico Bancario de la avenida Gaona, en el barrio de Caballito. Allí debieron lidiar con las sospechas que su padre “contagiara” la radiación. “Nosotras lo vimos mientras estuvo internado en una habitación común -recuerda Marcela-. Después, cuando lo pasaron a terapia intensiva, lo pudo ver sólo mi mamá”. Pero su padre, seguramente para no preocuparse, no las alarmó: “Fueron dos días nada más. Papá era un tipo que nunca decía nada, era muy reservado. Nosotros supimos lo que pasó por comentarios que hicieron sus compañeros. Él era muy callado y así se fue, callado. Si le dijo algo a mamá, nosotras no lo supimos”. Días después, fue enterrado en el cementerio de Lomas de Zamora.
En cuanto al Centro Atómico Constituyentes, el antiguo empleado señala: “Luego del accidente intervino la comisión a cargo de Beninson. Se tomaron las temperaturas de los elementos que estuvieron en juego y se determinó si había pérdida de material radiactivo, que hubiera sido muy peligroso. Pero nada de eso ocurrió. Lo que pasó con Rogulich fue que estaba demasiado cerca, a una distancia mínima. Lo único que lo podía proteger era una pared de plomo o de hormigón, y aún así, si la radiación es muy fuerte, como en Chernobyl, no alcanza, no hay blindaje posible”
En este caso, añade, “la instalación no tenía este tipo de seguridad: ni paredes gruesas ni vidrios de plomo para mirar a través. Era una habitación con una máquina de laboratorio que manejaba elementos combustibles con radiación con muy pocas chances que algo así sucediera, porque se hacían experimentos de muy bajo riesgo. No hubo pánico ni acusaciones desmedidas luego. Fue un accidente nuclear mínimo, casi imperceptible, pero lamentablemente se cobró una vida”.
El edificio donde estaba ubicado el reactor RA-2 fue puesto fuera de servicio. En los cinco años que siguieron, todas las instalaciones aledañas donde se detectó radiación fueron desmanteladas. Y en el año 2007, los elementos combustibles fabricados en los Estados Unidos fueron enviados a aquel país: 19 conjuntos de uranio enriquecido al 90% y 91 placas de combustible.
El 23 de septiembre de 1985, la junta interna de delegados de ATE y la CNEA emitió un comunicado: “A dos años del accidente que ocurrió en el RA-2 y costó la vida al técnico Osvaldo Rogulich hacemos un llamado de reflexión a todos los compañeros sobre las implicancias que deberían tener estos terribles hechos. No es obviamente con el silencio o la falta de información con que se pueden sacar enseñanzas, sino a través de la ejecución de medidas concretas que nos permiran continuar con nuestro trabajo avanzando en los desarrollos tecnológicos sin desmedro de nuestras vidas y las condiciones adecuadas de seguridad radiológica”.
Durante años, para la Comisión Nacional de Energía Atómica, el nombre de Osvaldo Rogulich fue un recuerdo incómodo. Recién en 2010, en el Centro Atómico Constituyentes, le hicieron el primer homenaje. Allí, una placa honra la memoria de ese hombre “callado y meticuloso”.